Hay realmente pocas cosas en la vida que me llenen tanto como el entrar al cuarto de mis hijos cuando duermen, escudriñarlos dormidos y que el único ruido que se sienta sea el de sus respiraciones infantiles. Esta es una nota dedicada a esa sensación única. Todas las noches que compartimos juntos, los pongo a dormir con un beso, es el famoso beso de las buenas noches. Pero hay otro que le sucede cuando ellos ya están dormidos en sus camitas, el cuarto está oscuro y yo me dispongo a irme a dormir. A este beso no sabría como llamarlo, el de las buenas noches ya se los di. Entro a sus habitaciones cuidando no hacer ningún ruido y les doy un beso de esos que te ponen contento.
En
esos cuartos donde hace unos minutos se escuchaban a veces gritos,
otras veces rabietas, o risas, y siempre juguetes ruidosos, ahora hay
calma. Solo se escucha el sonido de una brisa suave, la que produce la
respiración de un niño. Por más que todos respiremos, lo vital de este
acto es algo a lo cual no le prestamos demasiada atención. Ni siquiera
somos muy conscientes de nuestra propia respiración. Soy de esos padres,
como otros tantos millones, que nos gusta sentir y disfrutar de la
suave armonía que genera el llenado y vaciado de esos pequeños pulmones.
La placidez del descanso, la soledad del momento y los afectos calmos
encerrados en una habitación infantil. Hacen de esos instantes algo
necesario. Por lo menos para mí. A Gabby le pasa lo mismo, peregrinamos
al cuarto de nuestros hijos para tan solo tocarlos, para tan solo sentir
el airecito de la vida, con la escusa de acomodar una cobija para poder
confesarnos sobre la inmensidad del amor de un padre para con un hijo.
Hay
veces que cuando cierto resplandor entra por la puerta me quedo ahí
quieto mirándolos, agradeciendo esos momentos de paz, la paz que deviene
de otros en los cuales lo ocupan todo en nuestras vidas. Miro a Gerardo y a Fhernanda como antes los miraba en mis suenos... y me
vuelvo profundamente creyente. Agradezco el haber tenido la Bendicion de
esas brisas cortas que ocupan la vida en cosas trascendentes.
Estoy
convencido que una parte de ellos, una parte de sus consciencias
infantiles, percibe nuestra presencia, saben reconocer las caricias y
las manos que acomodan la almohada y peluches. Me digo a mi mismo que
los amo, y seguro de que en momentos así no pueden haber sueños que
anulen la consciencia. Nos encontramos y nos comunicamos en ese limbo de
los afectos en el cual solo se pueden expresar los padres y sus hijos.
Planto mis labios en un cachete regordete que es probable que se pierda
cuando crezca, siento su suave respiración más cortita que la mía, su
olorcito a infancia y aventuras, y me invade el sentido de la vida.
Muchas veces, y como para despedirme, con la palma de mi mano le
acaricio suavemente el cabello, me voy alejando de los besos que ponen
contento, como si necesitara de otros estímulos y otros con tactos.
Cuando
nuestros hijos van creciendo y se vuelven adolescentes, y
posteriormente adultos, estos instantes pasan a formar parte de los
recuerdos de una paternidad temprana. Con cada hijo me voy dando cuenta
de como extraño ese vínculo de los primeros años. Pero estoy tan
convencido de que sienten nuestra presencia que yo aún percibo en mí las
caricias y los besos de mi madre siendo apenas un recién nacido. Es muy
probable que sea mi recuerdo más temprano, como para mi madre, o para
mí ahora, esas brisas de cuna sean de los más bellos momentos vividos
como padre.