PARTE 2
Doy fe que hay instantes –segundos apenas— que le cambian a una la
vida por completo. Un antes y un después marcado por algo. Para mi
fueron cinco palabras que pronunció un pediatra el 13 de agosto de
2006.
Era el amanecer del día más feliz de mi vida. Acababa de
tener un bebé y dormí bien, después de tratar de conciliar el sueño,
por lo emocionada. Desayunaba, recuerdo, huevos con jamón, en esa
charola sobre la cama de hospital, en mi pijama.
Era temprano.
Como las 9 de la mañana, o algo así, cuando el doctor Manuel Bordes y
Karen entraron al cuarto con cara seria y se sentaron en el sillón que
un día antes había estado -y seguiría hoy- pletórico de visitas, de
familia entusiasmada por el nacimiento de Alan.
No reparé en sus
caras graves. ¿Por qué? No sé, quizá no aceptaba pensar que algo podría
estar “mal” pese a que desde un día antes tenía señales para pensarlo
así. Como cuando Karen me dijo que no me preocupara por el pequeñísimo
parche –aún así mayúsculo- en el diminuto brazo de Alan. Le habían
sacado sangre para un estudio, me dijo. E hizo una pausa, ahora lo sé,
como para ver si preguntaba algo. ¡Vaya!, hasta me preguntó si tenía
alguna duda. No la tuve, no la quise tener.
O como en su tardanza
en venir a la habitación y sus prolongados tiempos en el famoso
“microondas” y el misterio de porqué perdía temperatura.
Pero
ahora ahí estaban y querían hablar conmigo. Y esos segundos, esas cinco
palabras, nunca las olvidaré: -Alan tiene síndrome de Down- me dijo
Bordes -así lo llaman con cariño todos los padre de sus pacientes-, sin
vericuetos, sin preparación previa.
Y a mi me cayó un balde de
agua fría que recorrió toda mi columna. Me quedé anestesiada, sin
sentir, sin entender, en una suerte de limbo. No sabía qué sentir, qué
pensar, qué hacer. Nada. Como si uno fuera parte de una película y la
pusieran en pausa. Una pausa con frío, eso así.
Mi mamá lloró. Yo le reclamé que llorara, fue lo primero que me salió. -Y tú, ¿porqué lloras?- le dije, molesta.
No
sabía yo que ella había intuido la condición genética de Alan desde
que nació, desde que vio aquellos ojos rasgados en los que yo no puse
mayor atención. Que esos ojos la habían penetrado tan fuerte que habían
provocado, de verlos, una cascada de pensamientos y recuerdos de su
toda su vida -y de la mía, de la nuestra- en cuanto los vio. Que desde
ese momento pidió a Dios que le diera muchos años para estar cerca de
Alan para verlo, para ayudarlo a crecer.
No lo sabía. Yo no sabía nada. Estaba anestesiada.
De
lo que sigue recuerdo poco. Pero sí recuerdo la maravillosa actitud de
Bordes al preguntarme que si yo sabía qué era eso, el síndrome de Down
y me imagino -que no recuerdo- mi negativa con la cabeza y -eso sí-
mis primeras palabras:
-Que tendrá un retraso mental.
-No- dijo Bordes. O no tiene que ser así.
Y
comenzó a contar de sus pacientes –unos cuantos, algunos ya
adolescentes, con SD. Uno era monaguillo, recuerdo bien. Otro tenía un
talento excepcional para hacer rompecabezas. Algo así. Todos estudiaban,
o estudiaron, eso sí.
No saben cuán importante -y excepcional,
ahora sé- escuchar de parte de su pediatra palabras así, con esperanza y
ejemplos positivos. Sobre todo en ese momento tan difícil,
determinante.
Pero luego el SD era lo de menos:
-Pero lo que nos preocupa más, ahora, es su corazón- dijo.
Y
explicó que algo se escuchaba mal y que llevarían a Alan, tan pequeño,
tan minúsculo y frágil –51 cm, 2 kg. 950gr- a realizarse una
radiografía y después un ecosonograma (como un ultrasonido del corazón)
para ver si no había que hacer algo ya, pronto.
Su corazón, pues,
podría estar mal. Después supe, que la mitad de las personas que nacen
con SD tienen severos defectos cardiacos. Ameritan operaciones, a
veces, a las pocas semanas de nacidos. A veces postergadas a meses,
hasta que se fortalecen y ganan peso.
También dijo que, bueno,
quizá Alan tendría que quedarse mucho más tiempo en el hospital. Para
que lo observaran y, por fin develo el misterio del microondas: no
tomaba suficiente oxígeno, se ponía morado, por eso las enfermeras se
preocupaban y se lo llevaban.
Quizá, en algún tiempo -aventuró-
cuando por fin lo llevara a casa, tendría que usar oxigeno. Yo podría
ser dada de alta ya pero él… Alan quién sabe.
Yo, anestesiada,
como borracha, no recuerdo que dije. Sólo recuerdo lo que pensé: podría
morir, tenía que prepararme. Y dado que no sabía que era eso del SD y
todos parecían tan asustados y me sonaba como que yo sabia que era algo
grave…igual era mejor.
Ahora que lo recuerdo me doy pena a mí
misma. Me doy, también, vergüenza. Más cuando solo basta minimizar el
texto que escribo, ahora, para ver la imagen de Alan, bello, dormido,
con una paz que contagia, con esas pestañas de domingo que ya quisiera
cualquiera como protector de pantalla en mi computadora. En todas
ellas, que tengo tres.
Me da vergüenza, de recordarlo, ahora,
sonriente y riéndose a carcajadas en su columpio. O comiendo huevo por
primera vez en su vida como hoy en la noche, haciendo: “mmm”. O jugando
con los periódicos, encantado (le gusta la computadora pero llora con
las máquinas de escribir de mi colección) que ya leí al suelo (rancia
costumbre) y él jugando a mis pies con ellos mientras leo el blog,
escribo la columna, checo mis correos electrónicos.
Pero eso
sentí, la mera verdad: que igual era mejor que se muriera, para todos.
Para él –jaja, pensamiento tramposo, de auto-protección para evitar ser
lastimada— para mi, para mi/su familia.
Pero al igual sentí algo:
la certeza de que no podía escapar de la realidad. Que esto era como
cuando las veces que me revolcó una ola –o varias— cuando niña. Cuando
yo, bien confiada me lanzaba al mar-vida sin medir fuerzas y acababa,
después de muchas marometas involuntarias, tragando agua y arena,
sofocada, en la playa… pero viva.
Tenía que decirlo, pues, no
serviría de nada guardármelo como un secreto. Además, tenía que
escucharme a mí misma decirlo, para saber que no era una pesadilla, que
era una realidad: Alan tiene síndrome de Down.
Recuerdo que tras
la visita de los doctores hubo silencio. Mucho silencio. Mi madre
lloraba. Yo ya no tenía hambre y aparté el desayuno que hasta hace unos
momentos comía con gusto.
Mi siguiente recuerdo es la llegada de
mi papá y Bertha. Ellos estaban con ojos como estrellas cuando yo se
las rompí, necesitaba decirlo, escucharlo, escuchármelo: -Alan tiene
síndrome de Down— dije, sin saber a ciencia cierta que quería decir
eso, que representaba, sin ni siquiera saber que se provocaba por un
cromosoma de más en sus células. Sin saber qué nos esperaba en el
futuro porque, aunque sé ahora que es algo común, jamás pasó por mi
mente que no estuviera conmigo, que no lo quisiera… sólo que sí, aunque
no lo aceptara en ese momento, me daba mucho, muchísimo, miedo.
Quizá
es por eso que en el primer momento de anunciarlo no me atreví a verle
la cara a mi papá. O porque Bertha siempre me ha caído bien y me da
mucha confianza. Pero recuerdo ver la instantánea reacción en su
mirada, algo que ahora sé que es común cuando alguien, sin saberlo le
das la noticia de que tienes un hijo diferente: es una mirada de
sorpresa, por milisegundos; de tristeza, también; de piedad, por ti.
Como una pequeña cortina que cae y a la que, ahora me he acostumbrado…
Algunos, después de esta trasformación te miran con cariño, como Bertha.
Otros, con pena. Es una ligera diferencia, pero bien importante.
Fueron
muchas las visitas del domingo, también. Pero no las recuerdo del
todo. Y a todas les dije, queriéndome escuchar a mí misma decir para
ver si al enunciarlo se exorcizaba, o si se alejaba… o vayan ustedes a
saber: -Alan tiene síndrome de Down— le dije a Mayté, amiga entrañable
desde la prepa y la primera persona en saber que estaba embarazada; a
Luis, su esposo, en un solo aliento. Un solo aliento para decirlo, ya, y
seguir y quitarle importancia.
-Pero lo que ahora preocupa más
es su corazón: le van a sacar una radiografía, primero y luego un
ecosonograma para ver si…. Etcétera, etcétera.
Y así todo el día. Lo que si recuerdo es cuando me llamaban a amamantarlo, o intentarlo…
Fue
una decisión mía. Si para algo me había preparado era para la
lactancia, por mi excelente curso psicoprofiláctico. Estaba convencida:
la leche materna era lo mejor y quería hacerlo.. Tenía pensado cómo
haría el banco de leche para cuando tuviera que salir a trabajar, etc.
etc.
Por ahora sonaba el teléfono. Que fuera. Yo caminaba pasando
el cunero y viendo a los bebitos en sus mini cunas. Luego un timbre y
una puerta. Unos cubículos, separados por cortinas donde había un
cómodo sillón azul, un tupper chiquito con el número del cuarto con
algodones húmedos. Una llegaba ahí y se sentaba a esperar que una
enfermera, trajera, como taco, a su bebé.
Alan siempre estaba
adormilado… o bien dormido, pues. No tenía mucho interés en succionar y
yo lloraba. Lloraba, quizá porque era el único momento que me daba
para hacerlo, con él frente a mí, mientras le hablaba, lo trataba de
despertar. Hacía los malabares de toda madre primeriza que jamás ha
dado pecho.
Pero eso sí, con gusto digo que nunca las enfermeras me miraron con pena.
Recuerdo
especialmente a una de ellas, quizá jefa, que al verme apartó la
cortina con fuerza y, luego de estar un rato con nosotros, instruyó a
las demás que me llamaran antes de que le dieran de comer, cuando
estuviera bien despierto. Y que me aleccionó en la posición de los
brazos, y de las manos y la cercanía del bebé al pezón… Y que dijo:
-Mira
qué chupetes da— con verdadera emoción. Y sí, pese a que Alan era
lánguido todo él y sus manitas estaban abiertas cuando las de todo bebé
están apretadísimas, me dio mucho ánimo… y yo regresé a mi cuarto
animada, diciéndole a mi hermana que esa noche se quedo a dormir, todo
estaría bien, sin realmente sentirlo, con ganas de convencerme a mí
misma. Y dormí… al menos mientras, pocas horas después, me volvieron a
llamar. Y así hasta que amaneció.
Era lunes ya. Y no sabía que
pasaría ese día. En la mañana me llamaron del registro interno para
pedirme los datos de mi bebe, dirección y demás.
Cuando di mis
apellidos y los de él, los mismos, la señora del otro lado del teléfono
me regañó: no, no eran así, eran al revés, en todo caso.
No, la regañé a mi vez: soy madre soltera.
El se apellida como yo. Igualito.
Mi
papá llegó temprano el lunes para ayudar en lo que fuera con cara de
desvelado. Mi hermana, entonces, aprovechó para salir a tomar algo,
fumarse un cigarro, a darse chance de llorar, qué se yo. Y entonces pasó
algo inusitado que siempre recordaré con mucho cariño: de la nada, de
estar dando vueltas por el cuarto, mi papá se acercó a mi, me abrazó.
-Muchachita linda.. No te mereces esto— dijo, sollozando. ¡Sollozando!
Me
sentí abrumada por la emoción. A todo esto, comparto que no recuerdo
ver a mi padre llorando alguna vez en la vida. Me quería derretir,
dejarme caer. Decir que sí, que no era justo esto, que no se valía, que
ayyy,,, que dolor ... pero en lugar de llorar, que vaya que tenía
ganas, todo me abrumó y permanecí, casi impávida a su abrazo, a sus
lágrimas, mientras murmuré algo que no recuerdo.
El momento pasó y los dos fingimos que no había sucedido, supongo. Somos buenos para eso, los dos.
Pero
es algo que nunca, nunca, nunca jamás (soy reiterativa y qué)
olvidaré. También por el agradecimiento y amor recíproco que sentí hacia
mi padre en ese momento.
Y luego fue la vorágine: Karen se
apareció. Todo, milagro, estaba bien con el corazón de Alan… al menos
ahorita. Sólo un soplo. Nada grave, aunque tendrían que hacer otros
estudios. Y además, de sopetón, sus niveles de oxigenación estaban
bien. No sólo me iba yo a casa. Nos íbamos los dos, sin oxígeno, ni
nada… ¡nada!
Y todos corrimos, no se porqué. Quizá solo de la
emoción o para no estar tan quietos y darnos chance de sentir
demasiado. Había que cancelar la cuenta del hospital. Había que
preguntar qué iba a comer si no tomaba bien pecho, con que lo íbamos a
bañar (algo que quien sabe porque era mi pregunta reiterada desde antes
de que naciera, algo muy chistoso… o psicológico), dar instrucciones
de que le pusieran el mameluco amarillo que mi mamá insistió que se
pusiera porque era de buena suerte y demás… Alan se iba a casa donde
todo estaba listo desde hace meses para recibirlo, como todo bebé… ¿o
no?
☆˚¯`•.¸*☆ ¸.•´´¯)¸.☆˚¯`•.¸*¸.* ☆ *¸.•´¯)¸.☆˚¯`•.¸¸.☆.¸*
*☆¸.•´¯)¸.☆ SIEMPRE HABRÁ UN ÁNGEL A TU LADO ... ¸*☆•´´¯)*
(¯`*•.¸)* ☆ * Y UNA ESTRELLA BRILLANDO PARA TI* ☆ * (¸.•*´¯)¸¸ .☆
*¸.☆ (¸.•☆*´¯) BÚSCALA EN EL FIRMAMENTO *¸.☆˚¯`•.¸¸.☆*
*¸.☆˚¯`•.¸¸.☆ * DE TU CORAZÓN *¸.☆˚¯`•.¸¸.☆*
Con
todo el amor, dedico esta carta a todas las madres. Todas tenemos
hijos especiales, y todas somos mamas especiales. Gracias a DIOS por
el milagro de la maternidad cumplida en nosotras amiga.